La crisis del funcionario
¿Paganos o culpables? Como en anteriores crisis, salta la polémica sobre la congelación o incluso el recorte salarial de los trabajadores públicos. Sin embargo, el objetivo es alcanzar una Administración pública mucho más eficaz que sirva a la econo-mía y no que genere una burocracia paralizante.
Cuando la tormenta económica arrecia, los Estados suelen mirar de reojo hacia los funcionarios. El control de la plantilla y los salarios de los empleados públicos se ha revelado en ocasiones anteriores como uno de los mecanismos de ajuste más socorridos. Esta crisis no ha sido una excepción y, unos antes que otros, los gabinetes económicos de toda Europa han colocado su lupa sobre la Administración. En el caso español, el Gobierno ha tenido cuidado de que dicha lente no terminara quemando a nadie. En el griego, los drásticos recortes se han traducido en disturbios. Entre las dos posturas, las voces que reclaman la congelación salarial a José Luis Rodríguez Zapatero se multiplican. Pero, quizás, el debate que se abre no deba centrarse tanto en si los funcionarios son caros, como en la cuestión de si el modelo público actual es lo suficientemente flexible y eficiente.
España cuenta con 2.659.010 empleados públicos, repartidos entre la Administración central, las autonómicas y las locales. Sus salarios cuestan al Estado unos 120.000 millones de euros anuales. Con el objetivo de recortar el déficit galopante, situado ya en el 11,2%, el Ejecutivo ha diseñado un plan de austeridad -con el que pretende situarlo en el 3% para 2013- que reducirá un 4% los gastos de personal.
¿Cómo pretenden hacerlo? En materia de retribuciones, el Gobierno y los sindicatos (CC OO, UGT y CSI-CSIF) alcanzaron un pacto el pasado otoño que marca incrementos salariales moderados para tres ejercicios. Este año, el aumento base del sueldo será de un 0,3%, mientras que en 2011 y 2012 las alzas se acordarán en función del comportamiento de la economía y la inflación. Finalmente, existe el compromiso de compensar a los empleados públicos por una eventual pérdida del poder adquisitivo al concluir el periodo.
Aunque su alumbramiento no estuvo exento de críticas, el modelo de este documento sirvió de inspiración para recuperar el consenso que la patronal y los representantes de los trabajadores habían perdido el pasado año. Dicho entendimiento se consumó con la reciente firma de un pacto de control de costes laborales para el ámbito privado, también por tres años. En este caso, la subida de salario marcada para 2010 ha sido de "hasta el 1%".
Pese a su importancia, el acuerdo de la función pública ha sido puesto en duda desde el propio Gobierno. "Está sobre la mesa el revisar esos pactos para hacerlos coherentes con el objetivo de austeridad marcado por el Gobierno", dijo en febrero el secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña. Ante la alarma que causó esta afirmación entre los sindicatos, el Ejecutivo en bloque salió a desmentir un posible ajuste a la baja. Explicaron que su principal baza para cumplir los objetivos marcados está en limitar las contrataciones, reduciendo al 10% la reposición de la plantilla vacante, y no sustituyendo al personal que se jubile, que estiman que será un 7% del total.
Pese a todo, para muchos las palabras de Ocaña abrieron una veda que no han querido descartar. Unos arguyen ejemplos como el de Grecia, que ha reducido los sueldos públicos, o los de Irlanda y Portugal, que han cancelado los incrementos. Otros apuntan a la experiencia patria de la crisis anterior, en la que Felipe González, en 1994, y José María Aznar, en 1997, optaron por la congelación salarial.
Tanto la moderación como la política de crecimiento cero en los sueldos resultan, sin embargo, fórmulas más complejas de cumplir de lo que pueda parecer. Pongamos, por ejemplo el 2008. Los convenios colectivos cerrados entonces por los agentes sociales en el ámbito privado supusieron un incremento medio del 3,85% en los sueldos. En el caso de la función pública, el aumento pactado del salario base fue del 2%. Sin embargo, la aportación al fondo de pensiones (0,3%), las pagas extraordinarias (1%), y los incentivos para los puestos de difícil cobertura (0,375%) sumaron un crecimiento real de los salarios del 3,875%, un porcentaje ligeramente más alto que el marcado en las compañías privadas. Y eso sólo en la Administración central. Determinadas áreas -cuerpos de seguridad, profesores, etcétera-, y sobre todo, las Administraciones regionales y municipales establecen sus propios complementos retributivos que pueden llegar a ser aún mayores.
Si tenemos en cuenta que más de la mitad de los funcionarios de España se reparten por las Administraciones autonómicas, se puede hacer uno a la idea del discreto margen con el que cuenta el Gobierno central a la hora de coordinar cualquier recorte o contención del gasto, ya sea por la vía de los sueldos o por el tamaño de la plantilla.
De hecho, mientras la Administración central lleva 10 años reduciendo el peso de su personal, las regiones han contratado a dos personas por cada una de las que salía. Lo cual de por sí no es un problema. Las dimensiones del aparato público son razonables, a priori, teniendo en cuenta que sólo el 14% de la población ocupada trabaja para la Administración, en comparación con países como Francia, Bélgica o Suecia, que duplican esta tasa. Lo cierto, sin embargo, es que los Ejecutivos regionales, que gastan dos veces más en salarios que el estatal, han aumentado un 86% el montante que dedican a sueldos en los últimos ocho años. Y aunque las retribuciones no son excesivamente altas, escapan a un control planificado.
Y ésta es una de las puntas del iceberg que permite intuir la naturaleza real del problema. Más allá del debate fácil sobre los costes del funcionariado, subyace la complejidad de un modelo con tres cabezas, en el que abundan los problemas de duplicidades e inútiles cargas burocráticas. De lo que se trata, a fin de cuentas, es de aprovechar la fuerza de los empleados públicos, ya no sólo como herramienta de recorte de gastos, sino como una maquinaria bien engrasada que fortalezca al conjunto del país. Resulta clave replantear una modernización del sistema paralela al desarrollo del ansiado cambio del motor productivo. Predicar con el ejemplo y facilitar el proceso, en lugar de ponerle más zancadillas.
La estabilidad que supone un puesto de trabajo público prácticamente blinda al asalariado sin tener en cuenta su productividad. Aunque esta debilidad se repite a veces en el ámbito privado, entre los funcionarios es crónica. La filosofía tiene cierto sentido a la hora de evitar que la alternancia política suponga una ruptura con la etapa anterior e imponga la renovación automática de toda la plantilla. Sin embargo, el desarrollo del reciente Estatuto para la Función Pública, uno de los compromisos incluidos en el último acuerdo salarial, debe servir para mejorar la eficacia del sistema. Los complementos deben reorientarse para primar los objetivos a la antigüedad, por ejemplo, y potenciar el rendimiento de los trabajadores. Para ello, sería conveniente establecer un mapa de las competencias y las trabas administrativas, y cimentar un futuro que acabe con el "vuelva usted mañana".