El protagonista de la película de 1941 Dumbo, el Elefante Volador es un pequeño y
dulce elefante que nace con orejas gigantescas y es despreciado -hasta que
descubre que, gracias a sus orejas, puede volar.
Bueno, no es exactamente así. Nosotros, los espectadores,
sabemos que la fuente de su poder son sus orejas; pero Dumbo (cuya confianza en
sí mismo es muy frágil; a fin de cuentas, todo el mundo se ríe de él) no se lo puede
creer. Un bondadoso ratón, Timoteo, resuelve el conflicto dándole una “pluma
mágica” y diciéndole: “mientras la tengas contigo, ¡podrás volar!”
Estoy seguro de que Timoteo, como el genial psicólogo que era
(todos los ratones lo son; sólo pensemos en cuánto le enseñaron a B. F. Skinner
y sus colegas), se sabía de cabo a rabo el concepto de “respuesta placebo“. Pues eso es la
pluma: una “receta” que no tiene ninguna influencia sobre el problema pero que
suscita una mejoría debido a que el paciente se fía de ella.
Placebo y responsabilidad
Podría parecer que el “efecto placebo” es indiscutiblemente benéfico. Pero el
director de Dumbo (y la psicología) son conscientes de que tiene sus costos.
Para empezar, el uso del placebo puede evitar que el paciente reciba un
tratamiento verdaderamente eficaz.
Pero hay una implicación más onerosa -porque es más soterrada: el
placebo reduce (o redistribuye) la responsabilidad de la persona sobre sí misma.
Como Dumbo, quien usa placebos deposita en ellos un poder o capacidad que, en
esencia, proviene de sí mismo. De ahí que, a corto plazo, el placebo funcione
-y Dumbo pueda volar. Mas, cuando la pluma desaparece, la persona ha de
enfrentarse nuevamente a su dolencia -y Dumbo a su creencia de que no sirve
para nada.
Por eso es tan brillante el personaje de Dumbo: porque es un
niño que consigue crecer plantando cara a su miedo más terrible -el miedo a
“caer”, a no ser nadie, a no valer la pena. La escena en que descubre que no es
la pluma sino él quien vuela es también el punto de inflexión de su
vida. Segundos antes, era aún un niño -asustado, tímido, dependiente; ahora, es
casi un adulto, plenamente consciente de sus poderes y limitaciones. Pues
crecer implica, entre otras cosas, asumir progresivamente la responsabilidad
sobre la propia vida en diversos ámbitos y ocasiones.
EMDR: la “penicilina” de la psicología

La EMDR fue inventada (¿o descubierta?) por Francine Shapiro.
Según la leyenda, Shapiro gustaba de pasear por el parque para dar vueltas a
sus problemas. Un buen día, reparó en que, mientras lo hacía, miraba
alternativamente a izquierda y derecha sin fijar su vista en nada en concreto;
y que eso contribuía a calmar su ansiedad. Consciente de la singular
importancia de esta aparente nadería, procedió a ponerla a prueba con sus
pacientes: les hacía recordar o revivir escenas traumáticas mientras miraban su
dedo, que movía rítmicamente de lado a lado. ¡Y los pacientes mejoraban! (O eso
dice ella; la evidencia no es nada concluyente). La “explicación”
de Shapiro fue que el movimiento ocular estimula alternativamente los dos lados
del cerebro y que esto, a su vez, favorece el “reprocesamiento” de los
“recuerdos traumáticos”.
Como suele ocurrir, Shapiro procedió a adquirir los derechos de
la “tecnología de reprocesamiento” y a crear un sistema de enseñanza. Sólo
quienes lo siguen están “autorizados” a practicar esta terapia (lo cual
recuerda a la “imposición de manos” de la Iglesia Católica, al psicoanálisis ortodoxo y a la Cientología); y deben firmar un
acuerdo en el que prometen no enseñar la técnica a otra persona por su propia
cuenta. Todo lo cual va en contra del libre acceso a la información que es
consustancial a la ética científica, pero permite generar un negocio
rentabilísimo mediante “franquicias” de enseñanza (que, por su parte, proclaman
la eficacia de la EMDR con bombo y platillo).
Los adeptos a la EMDR se la creen a pies juntillas; forman un
grupo selecto y convencido de la eficacia de su terapia. Lo curioso es que los estudios controlados no han demostrado
fehacientemente que la EMDR sea más eficaz que cualquier otra forma de terapia
-o, de hecho, que la ausencia de cualquier terapia.
La “penicilina”, en disputa
No hay que sorprenderse; ciertamente, es sumamente difícil diseñar y poner en
marcha un experimento para demostrar la eficacia de cualquier psicoterapia. Pero hay detalles
que arrojan una duda razonable sobre las pretensiones casi megalómanas de
algunos defensores de la EMDR.
En concreto, que la aplicación de la técnica a personas ciegas o
sordas “demostró” que no hace falta el “movimiento ocular” para alcanzar los
éxitos de la EMDR tradicional. Se pueden usar sonidos o toques en el
cuerpo, siempre y cuando (se supone) alternen rítmicamente de lado a lado. De
ahí que Shapiro la haya rebautizado de “Terapia de Reprocesamiento”.
En este punto, una de dos. O bien, en efecto, el movimiento
ocular no es más que una instancia de un fenómeno más general, la activación
rítmica de los dos hemisferios cerebrales, que también puede provocarse
mediante otros “canales sensoriales” (y ésta es la explicación de Shapiro); o
bien los toques, ruidos y dedos que se mueven son simplemente la Pluma de
Dumbo.
¿”Reprocesamiento”?
No queda nada clara la manera en que “la activación rítmica de los dos
hemisferios cerebrales” podría contribuir a “reprocesar” los recuerdos
“traumáticos”. Para ser rigurosos, tampoco queda claro en qué consiste dicho
“reprocesamiento”; y sobre la idea del “trauma”, tan querida por el
psicoanálisis freudiano, la teoría cognitiva la ha desmentido exhaustivamente.
Para que una hipótesis como la del “reprocesamiento de los
hemisferios” tenga sentido no basta con enunciarla; es fundamental inquirir en
su mecanismo causal. La cháchara sobre “activación rítmica de los hemisferios”
no basta; se necesita una hipótesis enunciada con suficiente precisión y rigor
como para ser puesta a prueba mediante estudios del cerebro. (Aquí hay unas cuantas).
EMDR y exposición al estímulo
Muchos
críticos han señalado que la EMDR es muy parecida a una técnica tradicional de
la terapia cognitivo-conductual: la exposición, que consiste en hacer que la
persona afronte, imaginaria o realmente, las situaciones que le producen temor
o ansiedad. “Se trata de la tradicional exposición más el movimiento de los
dedos”, dicen.
Esta idea no parece muy correcta. La exposición precisa que la
persona se mantenga imaginando ininterrumpidamente y sin distracciones la
situación ansiógena por un buen rato (no menos de 25 minutos), para que su
sistema nervioso “decondicione” la respuesta de ansiedad. La EMDR, por el
contrario, requiere que la persona pase de imaginar o recordar la escena a
prestar atención a los dedos, toques o ruidos y de nuevo a la escena, y así
sucesivamente. Si el principio de la EMDR fuera la exposición, esta forma de
actuar tendería a empeorar, y no mejorar, los síntomas. (Para una exposición de
cómo se realiza la EMDR, véase aquí).
EMDR y “flujo de consciencia”
No. Si a algo se asemeja la EMDR, es a una “técnica” que Michael Mahoney bautizó de “flujo
de consciencia” -pero que existe desde el amanecer del mundo con nombres como
“meditación vipassana” o “contemplación”.
El término “vipassana” es singularmente exacto, pues significa
“ver con claridad”, “ver las cosas como son en realidad” o “discernir y
diferenciar”. “Flujo de consciencia” es el nombre que William James le dio al acto de,
sencillamente, prestar atención irrestricta e ilimitada a la sucesión de
experiencias (pensamientos, recuerdos, imágenes, sensaciones…) que acaecen
en la mente en un momento dado, sin interrumpirlas ni reconducirlas. Por
último, “fantaseo” es la variedad de flujo de
consciencia que experimentamos día tras día mientras realizamos actividades
mecánicas que no requieren nuestra total atención (conducir, cocinar, planchar,
ver televisión, etc.); se caracteriza por no ser irrestricto -pero tampoco
profundo.
Olvidado hasta hace no mucho, el “flujo de consciencia” ha
vuelto por sus fueros a la psicología, la neurociencia y la ciencia cognitiva.
Hay algunas razones; ante todo, que todo el mundo lo experimenta varias veces
al día; que en el flujo de consciencia la “mente” se despega de la entrada
sensorial para seguir sus propios patrones de asociación; y que la meditación vipassana
(aquí llamada “mindfulness“) parece producir
efectos benéficos -relajación, distanciamiento de los problemas, etc.
Dificultad y efectos del flujo de consciencia
Cualquiera
puede atestiguar que el “flujo de consciencia” puede ser peligroso y dar lugar
a resultados inesperados y espectaculares. Basta con que lo intente. Tómese una
media hora de tiempo libre, vaya a una habitación donde nada ni nadie lo
distraiga, recuéstese o siéntese, cierre los ojos (si quiere) y deje su
mente en libertad. Limítese a ver qué imágenes o ideas surgen en ella,
hacia dónde conduce, sin interrumpirla ni desviarla. Verá lo difícil que es.
Estamos habituados a recorrer un camino bien delimitado y seguro
cada vez que pensamos y a reaccionar con un firme “¡no!” cuando nuestra cabeza,
ocasionalmente, nos lanza recuerdos o escenas incómodas (molestas, tristes,
vergonzosas). “¡No! ¡Yo no puedo estar pensando eso! ¡Yo no soy así!” -suele
ser nuestra respuesta automática. Inhibirla trae consigo un costo difícil de
afrontar.
Porque sí, en efecto, sí que eres así; sí que piensas en
violencia, sexo, muerte, en todo lo horrible y repugnante, en tus momentos más
aciagos y terribles -aquellos que has tratado de olvidar o ignorar toda la
vida. Cuando sueltas el timón de tu mente ésta se ve atraída casi
inexorablemente por los remolinos -casi nunca por las zonas de calma.
Las reacciones inmediatas a este descubrimiento, a la
consciencia inescapable de cómo es tu mente y de qué tiende a
fanteasear, suelen ser poderosas y dramáticas. El estado de ánimo cambia de
repente: ira, dolor, tristeza, ansiedad, asco, se suceden vertiginosamente sin
solución de continuidad. Las personas tienen espasmos, se agitan o lloran, se
levantan o cubren la cara con las manos. Pueden desmayarse, sudar, tener
náusea, hiperventilar… Toda una plétora de eventos que, si la persona no ha
sido advertida y el terapeuta no está preparado y no confía en su propia
competencia, pueden volverse desastrosos.
La pluma de Dumbo

La EMDR es flujo de consciencia más la pluma de Dumbo. Al
ofrecer una conducta sencilla e intrascendente (ver los dedos moviéndose,
escuchar ruidos a cada lado, etc.) y convertirla en el centro de la terapia, en
el foco de la eficacia, terapeuta y paciente depositan la responsabilidad en
un placebo -y se liberan de la ansiedad concomitante; lo cual los pone en
la mejor posición para sumergirse en las procelosas aguas de la mente del
último. El “principio activo” no son los dedos, los toques ni nada de
eso; es la sencillez de ver cómo eres, del ceder el control de la
consciencia. Pero los toques y los ruidos tranquilizan al paciente -y,
sobre todo, al terapeuta.
La pluma de Dumbo, pues.
Sólo resta por saber cuánto tiempo tardará la psicología en constatar que es
Dumbo, y no la pluma, quien consigue volar; y en devolverle la responsabilidad
al terapeuta y a la persona -y quitársela a unos dedos oscilando en el aire,
unos zumbidos a derecha e izquierda