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Una impactante noticia sobresaltó la semana pasada a la opinión pública: Zapatero Moratinos se entrevistaban con Raúl Castro motu proprio, sin previo aviso al gobierno, ni siquiera a su partido. Sin encomendarse a Dios ni al diablo. Desmesurada alarma, cabreo supino. Habían traspasado las líneas rojas, puesto en tela de juicio la esforzada, aunque nada eficiente, labor del ministro de exteriores. Finalmente el episodio se aclaró a satisfacción de todas las partes: los sagaces estadistas no había aterrizado en Cuba con el malévolo propósito de retorcer la diplomacia española. Ni siquiera buscaban el cálido aire del trópico, huyendo de los fríos vientos peninsulares. Su viaje era cuestión de negocios. Lo normal, business is business. Todo el mundo podía respirar tranquilo. ¿O, quizás no? ¿Se debía el enojo a que estaban pisando el terreno de algún pez gordo?
Resulta sorprendente la cantidad de ex políticos españoles que acometen con éxito una actividad comercial. Unos sujetos poco formados, sin oficio ni beneficio, que vivieron siempre del partido, tan dotados para la empresa, la industria o el comercio como un tarugo de madera, descuellan fácilmente en el mundo de los negocios internacionales. Se convierten de la noche a la mañana en estrellas fulgurantes de la industria y las finanzas, una sobrevenida combinación de Steve Jobs y George Soros. O cobran millonarias sumas como asesores, sin poseer conocimiento alguno. Zapatero se las ha ingeniado, incluso, para compatibilizar estos menesteres con su sueldo, que no labor, en el Consejo de Estado. Una paguita pública por aquí, ciertos réditos de la alianza de civilizaciones por allá y algún ingreso extra por acullá: no están los tiempos para rechazar eurillo alguno.

Se diría que la política española es una escuela fantástica, capaz de convertir a reconocidos zoquetes en verdaderos linces, en magos de los negocios. Pero no es más que apariencia, un decorado de cartón que esconde, a veces, un pago por favores concedidos en el pasado: las famosas puertas giratorias. En otras ocasiones los términos "negocio" o "asesoría" ocultan una actividad poco confesable de intermediación en relaciones turbias, corruptas, siempre en países con dudoso estado de derecho.  

El intermediario, pieza clave en la corrupción

Para entrar en los mercados de países poco fiables hacen falta padrinos, contactos, introductores, intermediarios. He narrado alguna vez la historia de Dennis, un ciudadano inglés al que conocí en Tanzania hace algunos años. Se trataba de un emprendedor que voló a África para abrir una importante fábrica de refrescos que, según sus planes, abastecería el mercado local a un precio inferior al vigente. Pero no consideró la peculiar estructura institucional del país: las leyes que regulaban la actividad industrial eran tremendamente complejas y enrevesadas. Obligaban a obtener un sinfín de permisos y licencias para abrir una empresa. Y los trámites quedaban atascados indefinidamente. Solo avanzaban si, en cada escalón, pagaba elevados sobornos a los responsables de turno. En la práctica, eran los gobernantes quienes decidían a voluntad y capricho qué empresas podían establecerse y cuáles no

El sistema corrupto impedía a los competidores participar en el mercado de bebidas, permitiendo a la empresa privilegiada mantener elevados precios. Y enormes beneficios que compartía con los gobernantes. Finalmente Dennis se vio obligado a renunciar a sus propósitos y regresar a su país. Fracasó porque pretendió entrar en el mercado por su cuenta, sin el apoyo de algún avezado intermediario. Al parecer, no es suficiente repartir sobornos: hay que saber a quién, cómo y en qué condiciones comprar. 

George Moody-Stuart, un alto ejecutivo que pasó 30 años trabajando en la industria del azúcar en África, el Pacífico Sur y el Caribe definió muy bien la situación en su libro, Grand Corruption: Problem of Trade and Business in Developing Countries. "Los políticos que he conocido en el Tercer Mundo oscilan entre maleantes extremadamente codiciosos y hombres honrados, con elevados principios. Pero los primeros superan ampliamente a los segundos". "El 5% de 2 millones de dólares puede mover a un alto cargo, el 5% de 20 millones atraer a un ministro. Pero sólo el 5% de 200 millones de dólares es capaz de suscitar la atención de un Jefe de Estado". Pareciera que hablaba de España.

Las relaciones corruptas de alto nivel resultan extremadamente complejas. Dado que los acuerdos son verbales, no se firman ni son exigibles ante un tribunal, es imprescindible lograr un elevado grado de confianza entre las partes. Los vínculos son informales, de tipo personal: se basan en la simple certeza de que nadie traicionará el pacto. Aparece aquí la figura del intermediario, auténtico especialista en estos intercambios, alguien conocido por ambas partes, con experiencia, fama y reputación de haber establecido, mantenido y garantizado relaciones corruptas en el pasado. Una persona que sabe con quién contactar, que se mueve como pez en el agua en ambientes políticos y empresariales. Y dispone de muchos contactos y relaciones personales. Este sujeto ofrece a las partes la garantía que necesitan.

Cualidades del buen conseguidor

El propio Moody-Stuart definió las cualidades del buen conseguidor: "Para hacer bien su trabajo, los intermediarios deben ser individuos capaces de hablar confortablemente con ministros, o incluso jefes de estado, pero también con altos ejecutivos y directivos de grandes corporaciones". Personas con relaciones en la política y la gran empresa. Y experiencia en el intercambio de favores, en esas promiscuas relaciones que difuminan la frontera entre lo público y lo privado, permitiendo agitadas mezclas. Quizá muchos políticos españoles anden sobrados de experiencia y reputación en esas lides, cualidades muy apreciadas en turbios ambientes. Pongan ustedes nombres y caras.

En ocasiones, los intermediarios prestan un servicio adicional: desvincular aparentemente a la empresa de la actividad corrupta, creando una separación o brecha artificiosa. El empresario paga al conseguidor exorbitados emolumentos en concepto de asesoría, buena parte de los cuales se destinarán a sobornar a los políticos. Si algo se destapa, la empresa alegará que sólo contrató un servicio de asesoramiento, que no es responsable del destino final del dinero. Se explican así los desproporcionados honorarios que cobran algunos por asesorar, un concepto que frecuentemente enmascara actividades mucho menos honorables.

Nada sorprende ya en la España del latrocinio, donde todo cargo político, del Rey al concejal, pasó oportunamente por esa peculiar universidad del cambalache, el enredo y la comisión. Hace poco supimos que Juan Carlos trasladaba su despacho al Palacio deOriente. ¿Qué actividades llevará a cabo en tan regias salas? Difícil imaginarlo. O no tanto.



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