Tejero, aclamado en la complutense
El pasado martes, Antonio Tejero Molina, ex teniente coronel de la Guardia Civil, fue objeto de un caluroso homenaje en la facultad de Medicina de la Universidad Complutense, propiciado por los sindicatos UGT y Comisiones Obreras, representados en la ocasión por sus máximos dirigentes, Cándido Méndez y Fernández Toxo, funcionarios gubernamentales de envidiable ociosidad e inmódicos emolumentos.
A la misma hora que los señores Méndez y Toxo cumplían con sus compromisos de servidumbre y mamporrería, se perpetraba en las covachuelas de Moncloa la rebaja de las indemnizaciones por despido y en las ventanillas del INEM el número de solicitantes de subsidio sobrepasaba los cinco millones. ¿Pero qué importancia tiene el futuro de los trabajadores al lado del presente de un magistrado que aspira a revestirse de inmunidad sacrosanta?
El homenaje, apadrinado por los dos mencionados burócratas para enaltecer los principios patrocinados por Tejero en la memorable tarde de aquel 23 de febrero tantas veces glosado como hito ignominioso, tuvo en el rector Berzosa el anfitrión amable y ceremonioso que requieren las solemnidades universitarias de mayor rango. El acto propiamente académico fue esencialmente de orden jurisprudencial: linchamiento de jueces, intimidación a magistrados, injurias al Tribunal Supremo.
Contó para ello con la participación de destacadas figuras del Derecho comparado: el ex titular de la fiscalía anticorrupción Jiménez Villarejo, ilustre representante de la promoción de fiscales de 1962, a las gratas órdenes de don Antonio Iturmendi, aquel ministro de Justicia de irrevocable guerrera blanca y boina roja; Gaspar Zarrías, hiperactivo secretario de Estado de Cooperación Territorial y argumento viviente a favor de la incompetencia como mérito político; el encantador Pedro Zerolo, siempre dispuesto a ensanchar el círculo de sus amistades; y tres o cuatro representantes, en fin, de la exclusiva asociación de beneficiarios de subvenciones transferidas desde el erario a la creación cinematográfica, si bien con desvío forzoso a los arqueos particulares.
La entrada, libre y gratuita: sin cacheos ni requisa de armas blancas, como exigen los encuentros entre caballeros.
Mientras se desarrollaba esta gala de pleitesía a la política de adoquín y kale borroka, algún periódico de cierta reputación, el The Wall Street Journal, pongamos por caso, editorializaba de modo escasamente complaciente a cuenta del benemérito juez, incensado en el docto recinto: «A Garzón le ha llegado su merecido», proclamaba el rotativo sin recato alguno. Ya se sabe: desde lo del Maine, los norteamericanos nos odian.
Gritos, ovaciones, clamores, improperios, denuestos, ladridos y banderitas tricolores: un bello espectáculo jaleado por partidarios de la ruptura constitucional, no por vía parlamentaria (si fuere posible tal harakiri) sino por el siniestro procedimiento de volver a las delaciones, el petardo, la lata de gasolina, el ricino, las sacas y el calibre largo.
El viejo golpista del tricornio acharolado renacía en la Complutense. Lo que él no consiguió en aquella afrentosa jornada de febrero volvían a intentarlo ahora sus allegados, esta vez emboscados de republicanismo y progresía. Un juez con la pretensión de estar por encima de las leyes era el pretexto. Podría ser cualquier otro.