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Es cierto que siempre existieron la magia y las personas capaces de administrarla con buen e incluso con mal fin, seres con un conocimiento especial de ciertas sustancias naturales que cualquier sociedad primitiva respetaba y consideraba necesarios para la comunidad. Una sabiduría popular vinculada al paisaje, a los antepasados, a la experiencia, en definitiva, a la tierra. Sus raíces se pierden en la noche de los tiempos de todos los pueblos. Se trata de conocimientos que han heredado las sucesivas generaciones y surgen de la relación entre el ser humano y el entorno natural que le rodea. Pero nada de demonios, nada de satanismo. Ese matiz desequilibrante lo introduciría la Iglesia en aquella época quizás al ver amenazado su poder ante la influencia que estos brujos tenían sobre el pueblo llano. O quizás fuera aún mayor el interés político de Francia y España hacia ese valle estratégicamente situado.
La cuestión es que, de pronto, Satanás andaba suelto atemorizando a los buenos cristianos de aquellos pueblos. Y de la aceptación tradicional de la magia, se pasó al terror, a la brujomanía y a la persecución, a la caza de brujas. Cualquier mal en la familia o en las cosechas o incluso en el mar se atribuía a la intervención de los seguidores de la secta maléfica. Las sospechas enfrentaron a vecinos contra vecinos, hubo denuncias cruzadas, intentos de linchamiento, confesiones arrancadas bajo coacción o tortura... La epidemia se propagó con facilidad entre gentes analfabetas temerosas de la condenación eterna, pero tal vez más temerosas aún de los terribles castigos que en este mundo eran capaces de aplicar la justicia inquisitorial y su brazo secular, desde el deshonra pública hasta las galeras, desde el destierro hasta la hoguera.
La semilla del mal
Y si no había nada, ¿cómo empezó todo? Muy sencillo, con una simple semilla de cizaña oportunamente sembrada y bien abonada. Se cuenta en Zugarramurdi, que en diciembre de 1608, la joven María de Ximildegui llegó al pueblo desde Lapurdi, en la costa vasco-francesa. Charlando con unos y otros relató que durante su estancia en Ciburu -donde tuvo lugar junto al pueblo de San Juan Luz una de las más crueles cacerías de brujas llevadas a cabo en el reino de Francia a cargo de un fanático llamado Pierre de Lancre- había participado en un conventículo de brujas y que en sus asambleas en la playa asistía el demonio y bailaban y se divertían mucho.
Pero como en los años en que ejercía la brujería en Ciburu, María se acercaba a Zugarramurdi para participar en los aquelarres que allí se celebraban, sabía muy bien quiénes eran allí las brujas. Así que coaccionada, por rencor o simplemente por miedo, la chica terminó por denunciar a María de Yurreteguía, una muchacha del pueblo. Ésta, asustada también, confesó haber sido bruja desde pequeña y, a su vez, denunció a su tía María Chipía de haber sido su maestra e iniciadora en la brujería.
La mecha de acusaciones, injurias y sospechas entre vecinos estaba prendida. A todo esto, María de Yurreteguía empezó a contar que por las noches un grupo de brujas merodeaba por su casa. Una noche, devorados por el miedo, ella y su marido recurrieron a los vecinos para que acudiesen a protegerles. Se encerraron en la cocina, donde había lumbre y velas encendidas. Los vecinos habían colocado a María entre ellos y así esperaron a ver lo que pasaba. Aquella noche, en forma de gatos, perros y cerdos, se presentaron el demonio y sus brujos para llevarse a María consigo.
La situación en el pueblo empeoraba día a día y poco antes de terminar el año un grupo de vecinos alarmados decidió tomarse la justicia por su mano irrumpiendo en casa de los vecinos de quienes se sospechaba que eran brujos. Finalmente una docena de éstos confesaron sus maldades y descargaron sus conciencias en la iglesia de Zugarramurdi delante de sus paisanos. En Zugarramurdi prefirieron resolver sus problemas brujeriles mediante la reconciliación pública, así lo siguen creyendo hoy sus antepasados. Los culpables reconocieron su delito, pidieron perdón a todos y la causa se dio por terminada. Se les impuso penitencia y aparentemente los vecinos se reconciliaron. Pero aquello, lejos de concluir, no había hecho sino comenzar.
Si alguien no hubiera alertado a la Inquisición probablemente los habitantes de Zugarramurdi y Urdax habrían resuelto el problema de este modo admirable. Pero el Santo Oficio ya había sido avisado. A principios de 1609 Zugarramurdi y Urdax vivían bajo la jurisdicción eclesiástica del monasterio de Urdax. Para su abad, fray León de Araníbar, aquellas confesiones eran tan graves como oportunas, ya que había solicitado empleo como agente inquisitorial. Posiblemente fue quien dio el aviso a Logroño.
Tras su visita a la zona con una lista de sospechosos, los inquisidores Juan del Valle Alvarado y Alonso Becerra creyeron haber descubierto una secta de brujos y practicaron varias detenciones. En total, 53 personas permanecieron entre uno y dos años en las cárceles secretas de Logroño. El trabajo del tribunal culminó con el auto de fe de 1610, la quema de once personas que se negaron a confesar que fueran brujos y diversos castigos al resto, que sí confesó para salvarse.
Tras el auto, se generó tal histeria colectiva que el norte de Navarra se llenó de brujos y embrujados. Para frenar el revuelo, el escéptico inquisidor Alonso de Salazar y Frías, que también había firmado las condenas, viajó a la zona con los edictos de gracia y silencio. A los ocho meses volvió a Logroño con 1.802 confesiones de brujería y más de 5.000 inculpaciones más. Quedaban por delante tres años del mayor proceso de brujería que conoce la historia gracias al texto publicado por el impresor logroñés Juan de Mongastón. Paradójicamente, sería el trabajo exhaustivo de Salazar, considerado 'el abogado de las brujas', lo que terminó por disuadir a la Inquisición española, que dejó de condenar a falsos brujos un siglo antes que en el resto de Europa, donde miles de inocentes siguieron siendo quemados.
Inocentes, en cualquier caso, como María de Arburu (de 70 años), Graciana Xarra (76), María Baztán de Borda (68), María de Echatute (54), Domingo de Xubildegui (50) y Petri de Juangorena (36), que murieron en la hoguera en Logroño; inocentes como María de Zozaya (de 80), María de Echalecu (40), Estevanía de Petrisancena (37), Juanes de Echegui (68) y Juanes de Odia (60), quemados en efigie, pues ya habían muerto en prisión. Ardieron en un infierno muy terrenal a causa de otros demonios.
El pueblo de las brujas recuerda su historia con orgullo. Otros y no ellos son los que han de sentir vergüenza por los penosos sucesos ocurridos hace 400 años, cuando un desproporcionado proceso de la Inquisición contra la brujería culminó con once vecinos de Zugarramurdi y Urdax condenados a la hoguera en Logroño en 1610. Una sombra de terror demoniaco y otro temor mucho más concreto hacia la justicia religiosa se cernió sobre esta región de la muga navarra cuyo único delito fue haber conservado su apego espiritual a la naturaleza.

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