Hace ya algunos años, un
periodista, hoy caído en desgracia, me contaba una breve anécdota. Durante un
ágape al que asistían políticos y periodistas, conversaba con el presidente de
una comunidad autónoma cuando súbitamente el político, molesto por alguna razón,
decidió poner fin a la conversación diciéndole: “Fulano, tu problema es que eres
demasiado honrado”. Luego sonrió y se marchó.
Aquella frase podría interpretarse de muchas maneras, no
todas tremendas, desde luego. Sin embargo, aun la interpretación más banal deja
entrever una realidad tan oscura como el fondo de esa frase. Y es que, en España, quien más y quien menos ha
de calcular constantemente hasta qué punto le conviene ser honrado.
Porque la honradez hace tiempo que dejó de ser un valor absoluto y sus
supuestos beneficios suelen mutarse en graves perjuicios.
En efecto, tal es el
estado de cosas en España que la expresión “demasiado honrado”, además de ser
una etiqueta que puede acarrearnos el exilio forzoso a ese universo alternativo
donde vagan los marginados, evidencia una terrible realidad: que hacer lo
correcto es demasiadas veces contraproducente. De hecho, por más que el hombre
de la calle se rasgue las vestiduras cada vez que tiene noticia de un caso de
corrupción, lo cierto es que en su esfera privada también opta por no ser
"demasiado honrado" porque puede suponerle perder un suculento
contrato, renunciar a una ganancia económica o a un reconocimiento social. Así
que reconozcámoslo, la
honradez es una virtud que se ha vuelto demasiado cara y que en todo caso
exigimos a los demás.
¿Quién quiere un gobierno
honrado?
Puestos a hablar de la
honradez, imaginemos por un momento que en España se produjera un milagro y
accediera al poder una persona cabal, absolutamente honrada y con un profundo
sentido del deber. Y que ésta eligiera a sus ministros en base a su mérito y
competencia, y no por su servilismo, y formara un gobierno racional, eficiente
y dispuesto a conseguir grandes logros a largo plazo aun a costa de exigir
sacrificios a corto.
Imaginemos ahora que tal
gobierno, en el ejercicio de sus funciones, se viera en la obligación de
advertirnos que el “invierno demográfico” hace inviable el actual sistema de
pensiones y que, en consecuencia, las
jubilaciones tienen o bien que reducirse a la mitad o bien duplicarse las
aportaciones o bien reformar radicalmente el sistema, y que
además nuestro Estado de bienestar necesita un ajuste porque, una vez
erradicada la corrupción y acorralados los defraudadores, sigue siendo
ineficiente y demasiado gravoso.
¿Qué opinión merecería ese
gobierno para los diferentes y virtuosos colectivos que se integran dentro del
llamado Estado de bienestar, y también para sus “clientes” (los ciudadanos),
una vez se vieran todos en la tesitura de tener que asumir sacrificios?
¿Cuántos verían con buenos ojos ese ejercicio de honradez y responsabilidad? En
definitiva, ¿estaría
dispuesta la sociedad en su conjunto a acompañar a los gobernantes en ese viaje
hacia la sacrificada honradez? Evidentemente no. Ese
gobierno imaginario tendría los días contados.
De mal en peor
Es cierto que estamos en
manos de personajes entre abyectos e incompetentes. Pero conviene recordar que
Roma no se destruyó en un día, y menos aún sin contar con el valioso concurso
de los propios romanos. Son demasiados años dando por bueno que las
instituciones podían ser suplantadas por los partidos políticos (y más
concretamente por un puñado de jefes), que las leyes eran de quita y pon; y que
las elecciones generales no eran más que grandes transacciones económicas que
debían reportarnos pingües beneficios, aunque luego todo nos saliera mal.
Jamás hemos exigido a los
gobernantes que hicieran lo correcto sino aquello que nos favorecía. Les pedíamos que especularan en
nuestro beneficio aún a costa de generar burbujas políticas que tarde o
temprano estallarían. Y al final, cuando la realidad se ha
manifestado en toda su crudeza, cuando la corrupción lo salpica todo y la
honradez brilla por su ausencia, nos afiliamos a las teorías milagrosas para
que cada grave problema tenga una fácil solución. Si no hay dinero, se imprime;
si no hay trabajo, el Estado lo crea; si nos empobrecemos, redistribuimos; y si
la deuda pública es odiosa –¿acaso hay alguna deuda que no lo sea?–, no
pagamos.
Muy pronto hemos olvidado
que llegamos a poner de presidente a un personaje de la estatura política de
Rodríguez Zapatero, porque
estábamos tan convencidos de que los peces crecían en los árboles que
confundimos voluntariamente la incompetencia con el genio. No
contentos con ello, sustituimos al inefable José Luis por un personaje tan
gris, tan corto de miras, tan inane, como Mariano Rajoy, porque nos urgía ir de
pragmáticos por la vida o quizá porque nos hacía falta un enterrador. ¿Qué
ocurrencia vendrá a continuación? Para saberlo, bastaría con mirarnos en el
espejo de las crisis institucionales de América Latina de finales del siglo XX,
tan estudiadas y sin embargo tan poco sabidas.
El final o el principio,
según se mire
Que los partidos
tradicionales hayan degenerado en organizaciones de malhechores, que el
independentismo catalán, hasta ayer marginal, gane adeptos rápidamente sin que
nadie le ponga remedio o que a las puertas de palacio se
encaramen las hordas de Podemos,
con Pablo Iglesias en
el papel de Jesucristo Superstar, dispuesto a expulsar a los mercaderes del
templo, no es lo más preocupante, puesto que son consecuencias lógicas de un
modelo político en el que las instituciones eran artefactos huecos e
inservibles al servicio de un puñado de jefes de partido. Lo que sí debería preocuparnos y mucho
es que los españoles no seamos capaces de llegar a convenciones estrictamente
democráticas y libres de prejuicios ideológicos. Porque gracias
a esta terrible incapacidad las reglas del juego seguirán siendo arbitrarias y
tramposas, de tal suerte que quienes mañana “asalten el cielo” podrán meter la
mano en nuestro bolsillo como hacen los demás. Incluso es muy posible que la ausencia
de líneas rojas les anime a inmiscuirse en el ámbito privado de las personas, a
decirles lo que deben hacer, decir y pensar. Y a lo mejor no asistimos al final
del régimen sino a su apoteosis. Eso sí, será nuestra elección… una vez más.
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