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Rubalcaba, la liebre que no llegará a la meta

Juan Carlos Escudier

Si hay una comparación que ha hecho fortuna es la que relaciona al químico Alfredo Pérez Rubalcaba con José Fouché, aquel profesor de Física que fue monárquico, girondino, jacobino, ministro de la Policía de Napoleón y, ya con la Restauración, ministro de Luis XVIII. Además de un tipo listísimo, Fouché era, sobre todo, un superviviente, profesor de Seminario un día y saqueador de iglesias dos años después, siempre en la oscuridad, sin ser nunca el titular visible del poder aunque lo tuviera por completo, siempre tras un líder al que abandonar, llegado el momento, a lomos de otro caballo ganador.

Stefan Zweig, autor de una magnífica biografía de Fouché, le describe como demasiado inteligente para codiciar el papel de protagonista, tremendamente ambicioso pero sin ansias de vanidad, tan libre como puede serlo quien carece de las ataduras de las convicciones. “En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan rara vez las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombres inferiores aunque más hábiles, en las figuras de segundo término”, sentenciaba Zweig. En este arquetipo encajaba Fouché y el propio Rubalcaba. “Fouché desprecia tanto a los hombres porque se conoce demasiado bien”, opinaba uno de sus rivales de entonces, Talleyrand, otro superviviente de aquellos años convulsos. Posiblemente, y también en esto, ambos guarden cierto parecido.

Fouché ansiaba el poder, pero le bastaba con la conciencia de poseerlo sin importarle ceñir el cetro o recibir el amor del pueblo. Tal vez aquí comiencen las diferencias con Don Alfredo, al que las adulaciones sobre su talento que le llegan desde su propio partido y que le dibujan como el salvador del PSOE en las próximas elecciones generales, le han hecho soñar con dejar las bambalinas y salir a escena, pero no como un secundario de lujo sino como la estrella que nunca tuvo en el firmamento el brillo que se merecía. Cuanto más se le escucha afirmar que está llegando al final o que lleva tiempo pensando en la retirada, más son los que intuyen su predisposición a sucumbir a los cantos de sirena.

Supongamos que Rubalcaba aceptara el envite de unas primarias y que, bien por ganarlas o por ser el único aspirante, se convirtiera en el cartel electoral de los socialistas. Sólo una victoria frente a Rajoy, lo que a estas alturas es poco menos que un milagro, le permitiría conservar el liderazgo en el congreso que el PSOE debe celebrar tras los comicios.

Si Zapatero vive el drama de la renuncia diaria a los que aparentaban ser sus principios a cambio de no pasar a la historia como el presidente que convirtió a España en un protectorado económico de los organismos internacionales, el de Rubalcaba no es menos trágico: cuando por primera vez tiene ante sí la posibilidad de mostrarse como líder y no como escudero, es el tiempo el que juega en su contra. Con bastante menos inteligencia de la que se le supone, sabría que sus posibilidades de alcanzar la gloria son remotas, y que su estrellato, de alcanzarlo, será tan fugaz como las lágrimas de San Lorenzo en una noche de verano.

Ningún escenario favorable

Descartados tanto el adelanto de las elecciones como una precipitada dimisión de Zapatero que le permitiera acceder a la presidencia al estilo de Calvo Sotelo, ninguno de los escenarios posibles de aquí a 2012 son favorables a Rubalcaba. Imaginemos primero una derrota del PSOE en las elecciones autonómicas y municipales de mayo de proporciones tan dantescas que obligaran a Zapatero a comunicar su renuncia a presentarse a la reelección al año siguiente. Supongamos que Rubalcaba aceptara el envite de unas primarias y que, bien por ganarlas o por ser el único aspirante, se convirtiera en el cartel electoral de los socialistas. Sólo una victoria frente a Rajoy, lo que a estas alturas es poco menos que un milagro, le permitiría conservar el liderazgo en el congreso que el PSOE debe celebrar tras los comicios.

La prueba del Congreso se antoja imposible de superar, ya fuera en 2012 o en este mismo año, si se convocase con carácter extraordinario. Una vez se hiciera evidente que Zapatero no tiene las riendas o que ha puesto fecha a su liderazgo, la marea del partido se llevaría por delante cualquier intento ordenado de sucesión, por mucho que Blanco trate de jugar la carta de Rubalcaba, como parece estar haciendo en estos momentos. Lo probable sería una disputa a campo abierto, con varios candidatos a la secretaría general, entre los que no se descarta al propio Bono, aunque ahora afirme que ni está ni se le ha de esperar. Injusto o no, que Rubalcaba, ministro de Educación en 1992, ponga cara veinte años después a la renovación de los socialistas es, sencillamente, una quimera.

Rubalcaba ha de resignarse, por tanto, a ser esa liebre eléctrica en la que fue transformado por la varita de Bono con la maldad que le caracteriza. Hará de señuelo hasta que Zapatero anuncie que -¡oh, sí!- acepta ser el candidato en 2012, rindiendo, a su entender, el último servicio a la causa. ¿Acaso no ha declarado el presidente que le gustaría que su sucesor tuviera la misma legitimidad que él ha tenido al frente del PSOE? ¿Acaso no ha dicho también que los ciudadanos han de tener la certeza de que nada distraerá al Gobierno en su combate contra la crisis? ¿No sería incompatible con esa pregonada dedicación exclusiva una pelea por el poder en el partido del Gobierno? ¿Qué otra salida salvo la candidatura de Zapatero permitiría centrar la atención del Ejecutivo en la situación económica y, tras la previsible derrota electoral, legitimar a su sucesor en un congreso en el que su dedo ya no tendría valor alguno?

Confinado en Santa Helena, Napoleón proclama lo siguiente: “Sólo he conocido a un auténtico y completo traidor. ¡Fouché!”. Nada semejante podría afirmarse de Rubalcaba, de contrastada lealtad a sus sucesivos señores. “Los girondinos caen, Fouché sigue, los jacobinos son ahuyentados, Fouché sigue, el Directorio, el Consulado, el Imperio, la Monarquía y otra vez el Imperio desaparecen y sucumben; pero él siempre permanece, el único”, escribe Zweig de Fouché. Cobijado en el segundo plano, Rubalcaba ha demostrado sus dotes para la supervivencia política, aunque quizás, como sostiene, sea cierto que ahora esté recorriendo los últimos metros. En esta ocasión, no hay razones para dudar de que así sea

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