Autor: Rosa Diéz, UPyD
Hace ya bastante tiempo que el debate político en España, –más allá de las cuestiones económicas—gira en torno a las propuestas del Manifiesto Fundacional de Unión Progreso y Democracia. Nuestras propuestas de Regeneración Democrática, que pasan por reformas tan urgentes como las concernientes a la Ley Electoral o las Leyes por las que se eligen los órganos de la Justicia (desde el Consejo General del Poder Judicial hasta la Fiscalía General del estado o el Tribunal Constitucional), han hecho mella en la opinión pública y lo que hace apenas cuatro años era un debate para expertos hoy es una reivindicación cotidiana en cualquier lugar, desde el taxi hasta la tertulia más informal. De forma permanente se apela a la necesidad de “cambiar la Justicia”, para que esta sea independiente; se critica el protagonismo de los partidos políticos en el nombramiento de los miembros del Supremo y del Constitucional; la gente se escandaliza por la dependencia de la Fiscalía respecto del Gobierno; se critican abiertamente las cuotas de los partidos a la hora de constituir todos estos órganos…
Qué decir de la reforma de la Ley Electoral; cuando comenzamos esta andadura apenas nadie comentaba esta perversión del sistema que supone una ley que “legaliza” la desigualdad en el voto de cada uno de los ciudadanos españoles, perturbando el orden constitucional -derecho a elegir y ser elegido en igualdad de condiciones- y pervierte el sistema democrático y sus instituciones. Hoy, transcurridos apenas tres años y medio, cualquier persona, de cualquier edad y en cualquier lugar de España saca a relucir esta cuestión como uno de los mayores agravios y de las más insignes chapuzas.
Nuestras propuestas del Manifiesto Fundacional (y después de nuestro Programa Electoral y de las Resoluciones de nuestro Congreso) en relación al modelo de Estado, a la reforma de la Constitución para igualar los techos competenciales, acabar con los privilegios fiscales (léase Cupo Vasco y Amejoramiento Navarro), a la revisión de la distribución competencial y la necesaria recuperación por parte del Gobierno de La Nación de algunas tan importantes como la Educación o la Sanidad, forman hoy parte del debate público que, de una otra manera, con énfasis diferentes pero sin atreverse ya a rehuirlo, han hecho suyas todas las fuerzas políticas y sociales. Para afirmar que no se puede, que se puede a medias, que no se debe, que ya veremos o que es imprescindible abordarlo, todos han entrado en el debate cuya necesidad negaron el primer día que yo lo plantee en el Congreso de los Diputados, en el Debate de Investidura de José Luís Rodríguez Zapatero.
Otras cuestiones importantes como la urgente Reforma de las Cajas de Ahorro que habría de llevar incorporada su despolitización, la reducción del número de Municipios, la supresión de las Diputaciones Provinciales, o la fijación, por ley nacional, de un techo de gasto para las CCAA, fueron rechazadas en el trámite parlamentario en todas las ocasiones en que planteé el debate. El PSOE y el PP (con los nacionalistas, claro) unieron sus fuerzas no sólo para rechazar numéricamente las propuestas sino también para negar la mayor: todo era innecesario; era una pura frivolidad por mi parte platearlo; un signo de centralismo: no me gustaban las autonomías; el sistema financiero español era el más solvente del mundo; gracias a las CCAA España es hoy más igualitaria que nunca: el desarrollo de nuestro país se debe a las Autonomías…
Qué decir de nuestra propuesta de abril del año pasado de acabar con los privilegios en los complementos de pensiones de Diputados y Senadores y ex altos cargos autonómicos (Gorka Maneiro lo planteó en marzo en el Parlamento Vasco). Reiterada hasta tres veces fue finalmente rechazada por unanimidad a finales de diciembre por las Mesas del Congreso y Senado, de las que forman parte el PSOE, el PP, CIU y PNV. Ello no fue óbice para que , unas semanas más tarde, Mariano Rajoy “proclamara” en una de sus mítines de fin de semana que el PP iba a acabar con esos privilegios. Esa afirmación que le dio titulares y primeras páginas en todos los medios de comunicación no impidió que, días más tarde, en el debate sobre las Recomendaciones del pacto de Toledo, votaran en contra (junto con el PSOE, CIU y PNV)nuestro voto particular para acabar con los ya citados privilegios.
Al día siguiente de ese debate en el que volvieron a rechazar nuestra propuesta, el Presidente del Congreso, José Bono, pidió a todos los grupos propuestas para revisar el sistema de pensiones e incompatibilidades de los Diputados. Y consiguió titulares y halagos por esa actitud tan contradictoria y falta de coherencia que debiera de llevarle –acompañado de Rajoy- al guinnes de los records.
He dado sólo algunos ejemplos de cómo durante estos tres años de vida de UPyD hemos logrado que imponer la agenda política. Con una sola diputada en las Cortes y un solo diputado en el Parlamento Vasco se ha puesto de manifiesto que a la vez que perdíamos las votaciones íbamos ganando el debate político. Y hoy nadie puede negar –aunque, naturalmente, nadie nos lo quiera reconocer— la utilidad de nuestro partido para poner en la agenda política lo que son los problemas reales de nuestro país –que no son las reformas de los estatutos de autonomía, o los sentimientos identitarios de los ciudadanos.
La necesidad de romper tabúes, atreverse a hablar en la tribuna pública de lo que los ciudadanos hablan cuando están con sus familias, con sus amigos, en el trabajo; atreverse a plantear lo que es necesario sin calcular los réditos y sin aceptar las premisas sobre la imposibilidad de cambiar las leyes humanas es lo que nos llevó a hacer este partido político. Si la utilidad de un voto ha de medirse por la capacidad de nuestros representantes para enfrentarse con los problemas, para encauzarlos y buscar soluciones a los mismos, yo diría que no ha habido un voto más útil que el de aquellos ciudadanos que optaron por prestarnos su confianza. En ese sentido debemos sentirnos orgullosos de haber conseguido que nuestro discurso, nuestras propuestas, nuestras exigencias de cambiar el sistema y regenerar la democracia formen hoy parte del debate público y político en España; un debate que es tan necesario como imparable.
Pero no quiero terminar sin hacer una consideración. No me digan que este no es un país raro; nuestras propuestas son, con mucho, las más apoyadas por los ciudadanos. Queda claramente establecido en cualquier encuesta de opinión o barómetro sociológico, público o privado, que los ciudadanos españoles saben que hemos de iniciar todos estos cambios si no queremos que nuestra crisis económica y social sea aún más dramática y más larga, que se encalle y afecte de forma durísima a las próximas generaciones. O sea, la mayoría de españoles está de acuerdo con nuestro ideario político y con nuestro programa; además, también de forma reiterada, nuestra valoración está por encima de la de los dirigentes del resto de partidos políticos, incluida la del Presidente del Gobierno. Si esto es así, ¿cómo es posible que varios millones de españoles sigan diciendo que van a votar a esos partidos que no se enfrentan a las cuestiones importantes y a cuyos dirigentes valoran más negativamente que a nosotros?
Si se sigue dando la oportunidad de dirigir nuestros destinos a los que ya lo han estropeado nosotros mismos seremos responsables de que las cosas vayan de mal en peor. ¿Será acaso cierto eso que se dice de que tenemos el Gobierno que nos merecemos? Yo –nosotros—no perdemos la esperanza de romper el maleficio. Si la mayoría de españoles tiene más confianza en nosotros que en otros; si la mayoría de españoles considera que nuestras propuestas políticas son las que España necesita para salir de la crisis y para ganar el futuro, ¿no será posible que la mayoría de españoles nos encargue que asumamos esa responsabilidad? Creo que más bien pronto que tarde así será; por nosotros no va a quedar.