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Una crisis económica, un problema político.

Carlos Sánchez -

Existe una frase de Keynes que debería esculpirse a fuego en el frontispicio del palacio de la Moncloa. Justo encima de las escalerillas donde Zapatero recibe a sus visitantes. No sólo para conocimiento del actual inquilino del palacio presidencial, sino también para futuros ocupantes. La rescató hace algunas semanas Robert Skidelsky, sin duda su mejor biógrafo.

Sostenía el maestro de Cambridge que en política -y también en el mundo académico- algunas personas parecen inferir que “se puede hacer crecer la producción y los ingresos aumentando la cantidad de dinero”. Y continuaba, “pero eso es como intentar engordar comprándose un cinturón más grande”.

En España, hoy al cinturón es lo suficientemente largo no sólo para cubrir la panza, sino que además le sobran varios agujeros. Probablemente tantos como tiene el propio cinturón. Sobra de todo, como decía hace algún tiempo el profesor Ontiveros. Sobran fábricas de cemento, sobra maquinaria, sobran oficinas bancarias, sobran coches, sobran autopistas, sobran pisos construidos y sin habitar… En una palabra, sobra casi el 30% de la capacidad productiva que está inutilizada.

Sólo este dato explica que el ajuste vaya a durar mucho más tiempo de lo que hubiera sido razonable si hace ya algún tiempo Moncloa hubiera observado que el problema de fondo de la economía española no era la cantidad de dinero en circulación (el cinturón) ni mucho menos la capacidad de endeudamiento del Estado (el número de agujeros), sino la producción y el volumen de gasto.

Pero en lugar de instar a un reequilibrio del gasto público y privado (recortando subvenciones) para evitar que el maremoto financiero atrapara a la parte sana del tejido productivo (dejando caer a la parte enferma), Zapatero inició una especie de fuga hacia adelante con el objetivo de mantener artificialmente la economía. Y ahora, cuando la crisis es un mal recuerdo para muchas economías avanzadas, resulta que España se encamina hacia un año 2011extremadamente difícil. Hasta el punto de que el año próximo no será capaz de recuperar ni uno solo de los dos millones de puestos de trabajo -han leído bien- destruidos en los últimos tres años, lo que pone de relieve la intensidad del problema.

Una crisis única

La crisis de 2011, sin embargo, tiene una característica propia que la hace única. Llega cuando la sociedad está exhausta de tantas malas noticias -lo que se traduce en una desconfianza general sobre la situación-; y llega cuando los instrumentos de política económica para combatir la brutal caída de la demanda que se ha producido desde 2008 se han agotado. O dicho en otros términos. El margen de maniobra del Gobierno actual para enderezar la situación echando mano de la política fiscal es nulo, lo cual no sólo una mala noticia, sino claro exponente de una política carente de rigor que ha consistido en beberse la cantimplora cuando sólo se había recorrido la mitad de la travesía del desierto.

El Gobierno ya no puede subir más los impuestos ni tampoco bajarlos, lo que condena a la política de ingresos al ostracismo, salvo que intentara dar la vuelta a un sistema tributario enfermo que hacer descansar la recaudación en las rentas salariales, lo cual penaliza el empleo. Y parece que el final de la legislatura no es precisamente el mejor momento para emprender reformas de tanto calado.

El Gobierno ya no puede subir más los impuestos ni tampoco bajarlos, lo que condena a la política de ingresos al ostracismo, salvo que intentara dar la vuelta a un sistema tributario enfermo que hacer descansar la recaudación en las rentas salariales, lo cual penaliza el empleo

Ese es el principal error de la política económica. No sólo haber identificado mal la naturaleza de la crisis en sus albores, sino el hecho de haber malgastado la munición cuando era menos útil. Algo que explica que España afronte 2011 con un Estado inerte sin capacidad de reacción. Y no sólo desde el punto de vista presupuestario (lo cual es obvio). Algunas de las reformas económicas no han servido para nada. Los cambios en la legislación laboral sólo han estimulado los despidos; mientras que la reducción del salario de los empleados públicos no es siquiera una reforma. Es simplemente un ajuste del gasto que no tiene consecuencias más allá de 2012. El Gobierno, en lugar de abrir el melón de la gran reforma administrativa que este país necesita, ha dejado el problema para la siguiente legislatura. Y ni siquiera la reforma de la negociación colectiva o de las pensiones tendría ya efectos balsámicos a corto plazo sobre la actividad económica.

La reforma financiera es la única que realmente ha echado a andar, pero no parece razonable pensar que el sistema crediticio -en particular las cajas de ahorros- puedan recoger los dividendos si antes no son capaces de instar a una bajada generalizada de los precios inmobiliarios.

El empleo -y, por lo tanto, el crédito- no volverá a crecer hasta que las casas pierdan otro 15%-20% de su valor. Entre otras cosas porque la renta disponible de las familias no da más de sí, como el jueves se encargó de recordar el Banco de España. Llama la atención que con la que está cayendo en la economía española, las familias estimen que, descontados los efectos de la inflación, el valor real de su vivienda principal disminuyó un 6,9% entre el último trimestre de 2005 y el primero de 2009. Una reducción verdaderamente inocua para un mercado que llegó a estar sobrevalorado en alrededor de un 20-30%, como puso de relieve en su día el propio banco central.

La economía española, por lo tanto, está en manos sólo de decisiones políticas. Y no parece que el calendario electoral durante los próximos 15 meses -diseñado por el enemigo- sea el más propicio para atender reformas en profundidad destinadas a recuperar la confianza de los agentes económicos en el futuro del país. La crisis ya no es económica, sino política.

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