José Antonio Zarzalejos -
Los españoles tenemos miedo al presente y al futuro inmediato. Estos son los datos que avalan el diagnóstico: el 44,3% de los encuestados por la Fundación Pfizer, que desde 1999 se dedica a la investigación de temas relacionados con los sistemas de protección social, alberga el temor a perder su trabajo en el próximo año mientras que el 86% de los desempleados consultados ve difícil encontrar una ocupación laboral en un plazo razonable. Lo que es coherente con el hecho de que el 86% de los empresarios y autónomos interrogados al efecto aseguren que la situación irá a peor en 2011. Estos datos proceden de un estudio demoscópico para medir el impacto de la crisis en los sistemas de protección social y en la salud y calidad de vida de los españoles. La muestra es amplia -1.200 entrevistas- y el sondeo fue elaborado durante el mes de octubre.
Los expertos que han presentado este trabajo en el VII Foro de Debate Social -el ex ministro Julián García Vargas y José María Zufiaur, entre otros- aseguraron que la población española “está asustada” y ese temor va a condicionar su conducta, lo está haciendo ya, ante la crisis económica. Enrique Baca, doctor especialista en psiquiatría y neurología, argumentó que el “miedo al futuro” que padecen los españoles puede convertirse en una auténtica “paralización”. La sensación de temor no tiene que estar ligada a “hechos objetivos” -buena parte de los consultados conserva una situación personal similar a la de hace dos años- sino a una enorme desconfianza. El doctor Baca sugirió además que “del pavor se puede pasar a la desesperanza y de ahí a la rabia social, que hará que el problema sea infinitamente peor”.
Preocupación por los servicios básicos
Constatada la enfermedad psíquica colectiva de los españoles -el miedo-, determinadas cifras complementarias certifican el diagnóstico: el 28% de los encuestados confiesa que su calidad de vida se ha deteriorado, debido a que sus ingresos son menores o su salud peor; el 44% sufre más estrés y tensión que hace 24 meses y más de la mitad asegura haber tenido que renunciar a ocio, vacaciones o costumbres gratificantes. Tan graves como estos síntomas son las percepciones de que los servicios públicos ofrecerán peores prestaciones: al 70% le preocupa que se deteriore la atención sanitaria; al 69% la calidad de la enseñanza en el sistema público y más del 70% se muestra inquieto respecto a la suficiencia de recursos públicos para el pago de pensiones a los jubilados y pensionistas. Se observa también que la crisis ha hecho disminuir el cuidado personal de los ciudadanos y rebajar las exigencias en su alimentación. El rechazo a aumentar la edad de jubilación es mayoritaria (78,9%) lo mismo que al posible copago sanitario o la contribución adicional a los centros públicos de enseñanza.
La patología del miedo colectivo -“perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”- desemboca en una parálisis o en una explosión de rabia. En nuestro caso, prima la primera sobre la segunda, por el momento. No tenemos sociedad civil musculada que exija y proteste a diferencia de lo que ocurre en otros países como Francia o Gran Bretaña; por no hablar de la “paliza” popular al presidente
Obama a mitad de su mandato por introducir al país en graves incertidumbre con un 9,6% de desempleo. En España, la desconfianza hacia los partidos políticos es, como demostraba el estudio ‘La calidad de la democracia en España’ al que me referí
en la crónica del pasado 16 de octubre, es muy acusada y la autopercepción de los españoles era descrita por los politólogos y sociólogos que han elaborado ese estudio de manera pesimista: “La sociedad se ve incapaz a sí misma de influir en las decisiones políticas (…), una sociedad civil pasiva y desmotivada por la política y un sistema de representación caracterizado por su lejanía de los ciudadanos y por su falta de sensibilidad y respuesta a los problemas de aquellos”. Más claro, agua. Y aquí viene, creo, una conclusión añadida a las muchas que se deducen de la situación nacional: la sociedad española está enferma de angustia, estrés, es decir, de miedo, sin que pueda apoyarse en una esperanza cercana o avizorar un mejor futuro en una referencia de gobernanza sólida.
Inseguridad jurídica e imprevisibilidad
El patriotismo consiste habitualmente no en decisiones épicas o heroicas, sino en otras eficaces como es la renovación política a través de una convocatoria adelantada a las urnas
El miedo de los españoles, sin embargo, no es fantasmal o meramente imaginario. Se produce en una relación de causa-efecto. La marca España -volvemos a la brutal expresión atribuida a Antonio Cánovas del Castillo que reza “son españoles los que no pueden ser otra cosa”- no sólo no es un activo sino que representa un lastre para nuestras empresas. La españolidad de las grandes compañías encarece su financiación, obligándolas a perder competitividad con las de otros países. El diferencial de la deuda española con la alemana es de 212 puntos básicos cuando redacto estas líneas; la inflación se nos ha ido al 2,3% -lo que significa una pérdida de capacidad adquisitiva para pensionistas y empleados públicos además de otros colectivos, muy considerable-; la Bolsa ha caído esta semana casi a plomo y el Fondo Monetario Internacional ha advertido que los Presupuestos están fuera de parámetros realistas, especialmente en cuanto a la cifra del déficit y al incremento del PIB. Por si fuera poco, la reforma laboral recién aprobada está mostrando su ineficacia y siendo ampliamente cuestionada y el nuevo ministro de Trabajo, no ofrece síntomas de premura alguna en la reforma del sistema público de pensiones cuando la Seguridad Social está perdiendo afiliados y reduciendo a pasos agigantados su superávit histórico.
Ante esta situación, las grandes empresas españolas ya han dejado de serlo tanto por una estrategia de internacionalización -lógica- como por una deslocalización que huye de un país sin una gestión pública conducida por un Gobierno fiable, sin una seguridad jurídica que permita políticas de inversión a medio y largo plazo y con un nivel de imprevisibilidad en las decisiones político-económicas propia de Estados en proceso de desarrollo. Así, el Banco Santander logró el 83% de sus beneficios en mercados extranjeros; el BBVA ha manifestado que en un quinquenio, España sólo representará el 10% de su negocio total (ahora España y Portugal representan para este Banco el 46% de su beneficio); en el caso de Telefónica, el mercado español representa sólo el 32% de su negocio total; Iberdrola tiene en mercados extranjeros la mitad de actividad y para Endesa los países de Latinoamérica representan el 45% de su resultado de explotación. Si ya nos centramos en las constructoras, la deslocalización de inversiones alcanza niveles incluso superiores.
España, sea como marca, sea como país, se ha vinculado ya a valores negativos que han destrozado la autoestima colectiva nacional, e introducido a la ciudadanía en una depresión colectiva como resultado de la interiorización de un miedo consecuencia de la desconfianza. Por el momento, la rabia social parece contenida, pero como auguraba el doctor Baca la explosión anímica se suele producir tras el temor y la desesperanza. La irresponsabilidad gubernamental en estas circunstancias es enorme; la acción de la oposición, insuficiente; la falta de iniciativa de la sociedad civil, corolario del cloroformo partitocrático y el temario de problemas que tenemos sobre la mesa para su solución -desde el terrorismo etarra hasta nuestro modelo de política exterior- es de una entidad que supera las capacidades políticas y técnicas del actual Ejecutivo que al prolongar esta malhadada legislatura comete una grave irresponsabilidad y agudiza la enfermedad depresiva de los españoles, que es el miedo ante el desplome de la marca nacional, la falta de expectativas y la incertidumbre.
El patriotismo consiste habitualmente no en decisiones épicas o heroicas, sino en otras discretas y eficaces como es la renovación política a través de una convocatoria adelantada a las urnas sometiéndose el gobernante fracasado al dictamen del electorado. Dilatar esta situación patológica puede conducir, al modo francés, a un indeseable aunque quizás también inevitable estallido de rabia. Zapatero, con un lenguaje reiterativo
ad nauseam, no se da por enterado.