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La revuelta del pinganillo: entre la burla y la cuchufleta

Antonio Casado

Para la izquierda, el uso de las cinco lenguas cooficiales en el Senado refleja el carácter territorial de la Cámara Alta. A la derecha le parece “ridículo” el uso de la traducción simultánea. Y los nacionalistas califican de “histórico” este martes 18 de enero de 2011, cuando por primera vez se permitió hablar en cualquiera de las cinco lenguas españolas para la defensa de una moción en sesión plenaria.

La revuelta del pinganillo se ha extendido, sobre todo, por los medios de comunicación, algunos de los cuales solo reconocen aquella pluralidad de “los hombres y las tierras de España” de infausto recuerdo. La clase política entra al trapo pero sin sacar los pies del tiesto. Más allá de las ocurrencias, como la de la portavoz socialista, Carmela Silva, que invita al PP a salir del armario y no hablar el catalán en la intimidad. O los apuros del presidente del Congreso, José Bono, al marcar distancias con la posición oficial de su partido sin aparentar desacato a una decisión de la Cámara Alta.

El ruido mediático, en cambio, ha sido mucho mayor. Entre la burla y la cuchufleta. O, directamente, la descalificación. Como el periódico madrileño que ayer calificaba de “majadería” la tesis defendida por el ministro de Justicia, Francisco Caamaño, de que la pluralidad nos hace más fuertes como sociedad.

El derecho a usar las distintas lenguas españolas en el Senado está muy restringido y no es nada nuevo. Desde 1994 ya se venían usando esas lenguas en las comunicaciones escritas y también se podía hablar en los debates plenarios sobre el Estado de las Autonomías.


La Constitución proclama la voluntad de la Nación española de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Conviene recordar que vivimos en el Estado de las Autonomías. El Senado se constituyó como Cámara de representación territorial. No es más absurdo ni más caro utilizar allí el euskera, o el gallego, donde todos se entienden en castellano, que inventar un himno para Madrid, un Parlamento para La Rioja, una televisión pública para Castilla-La Mancha o “un defensor del pueblo en cada campanario”, como dice mi amigo Raul del Pozo.

El derecho a usar las distintas lenguas españolas en el Senado está muy restringido y no es nada nuevo, aunque lo parezca. Desde 1994 ya se venían usando esas lenguas (catalan, euskera, gallego y valenciano, además del castellano) en las comunicaciones escritas y también se podía hablar en los debates plenarios sobre el Estado de las Autonomías. Desde 2005, con el voto favorable del PP, se autorizó también el uso hablado de esas lenguas en la Comisión de Autonomías. Ahora se ha dado un paso más, pero sigue siendo muy limitada la posibilidad de usar otra lengua que no sea el castellano. Se decidió en julio, esta vez sin el voto del PP, que esa posibilidad se extendiera a los plenos. Por imposición del PSOE, solo a las mociones, no a las proposiciones de ley y mucho menos a las preguntas al Gobierno.

En esta divertida revuelta de los pinganillos abundan los que se hacen trampas en el solitario al reducir la cuestión a la factura de este canto a la diversidad. En torno al 1 % del presupuesto de la Cámara. Por cierto, lo del pinganillo no es de ahora. La traducción simultánea ya funcionaba en comisión. Y también costaba dinero, unos 100.000 euros, pero alguien ha decidido poner el umbral de la indignación en los 250.000 más que va a costar ahora.

¿Pero no saben todos el castellano? Ciertísimo. Por eso la traducción simultánea no se hace del castellano a las otras lenguas, sino al revés ¿Y por qué no hablan todos en castellano? Podrían hacerlo, pero tienen el derecho legal a expresarse en sus respectivas lenguas maternas y la suficiente fuerza política para proyectar en las votaciones la voluntad de diez millones de españoles que crecieron hablando esos idiomas. Tienen derecho a reconocerse en sus representantes políticos, también a través de la lengua.

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